lunes, 3 de marzo de 2008

Encuentro tanguero

En un rincón solitario, un hombre de bigotes observa la pista de baile. Aún no ha quitado las manos de los bolsillos de su saco. Otro, unos cuantos años menor, clava sus ojos en él.
La milonga gay La Marshall parece un espacio inundado de fraternidad, invadido por seres que ríen, conversan, sienten y se concentran en cada pieza de tango. No les importa si la música es tradicional o electrónica, ni tampoco si visten traje o taco aguja, el objetivo es palpitar al ritmo de esa melodía dulzona. Bandoneones y guitarras afinadas resuenan mientras homosexuales y heterosexuales bailan intercambiando roles. Se trabaja con los conceptos de conductor y conducido y aprenden ambos papeles: guiar y ser guiado. El aire está cargado de una sintonía erótica.
El nombre del lugar fue elegido en honor a la actriz argentina Niní Marshall, un símbolo para los gays, que se identifican con divas de carácter fuerte.
Entre vino y empanadas, una muchacha habla sin estridencias de un mundo libre para todos. Otra la observa y la invita a una pieza. Recorren la pista como jóvenes panteras, manejando sus ágiles piernas con soltura. Cara a cara, se desbordan de sus cuerpos.
“Siempre se produce una mezcla heterogénea pero armónica de jóvenes y no tan jóvenes, hombres y mujeres, gays y héteros. Todos tienen una buena predisposición para disfrutar del baile”, cuenta Augusto Balizano, uno de los organizadores.
En este recoveco ubicado en pleno microcentro, que funciona los miércoles a las 23 en el primer piso de Maipú 444, extranjeros y porteños escuchan con asombro y nostalgia la música del Río de la Plata. También beben y comen entre baile y charla. Es un lugar desacartonado y luminoso, rodeado de espejos que amplifican.
Los antiguos clientes bailan y circulan sin chocarse, por eso es una pista codiciada. Sin embargo, siempre hay alguna pareja principiante.
Dos mujeres. Una de ellas revela el encanto particular que le sube desde la nuca cuando instala su cabeza en el hombro derecho de la otra, que conduce su cuerpo vestido de rojo con decisión.
Al fin, el hombre del rincón quita las manos del saco y baila con el joven que nunca había dejado de mirarlo. Más tarde, se irán por la calle oscurecida. La atmósfera de la milonga allana el camino para los encuentros.

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