jueves, 11 de agosto de 2011

Rodar

El aire le pegaba con fuerza en la cara, ella pedaleaba con más energía. Miraba con los ojos desnudos edificios, personas, árboles, veía todo.

En la calle vacía de un frío domingo, el lamento de las hojas que aún se aferraban a sus árboles la hacía temblar. Sollozaba.

Miraba el parque, se recordaba joven, se recordaba feliz. Pensaba en incontables paseos, como si quisiera ponerlos todos en una cajita para protegerlos del olvido. Los enumeraba. Habían transcurrido apenas unos días, pero la hondura de ese dolor le hacía creer que no podían ser menos que años.

Si él corría, ella lo seguía, es cierto, ahora en parte se lo reprochaba; aunque si ella avanzaba demasiado él la alcanzaba. ¿Cómo iba a enterrarlo?

El amor se convertía de pronto en la desilusión de lo que creía que era; allí, donde encontraba su salvación, hoy tenía nada. El silencio la aplastaba hasta alcanzarla invisible y la oscura dulzura de la incomprensión la derramaba en la intemperie.

Sintió frío y avanzó con más fuerza.