jueves, 1 de septiembre de 2011

Mi jardín

Abrí los ojos sobresaltada. Eran las siete de la mañana. Me quedé un momento pensando en el largo día que comenzaba. Cuánta verdad había en aquello de concebir al tiempo como una magnitud relativa. Ahora lo sabía. Los días se habían convertido en semanas, las semanas en meses, los años... Los años no tenía idea, menos que eso había transcurrido, aunque suponía que era mucho.

Finalmente, tomé coraje, acomodé la mitad de la cama deshecha, me preparé un té y enfrenté, una vez más, la desilusión diaria. Estaba exhausta, sentía que caminaba dentro de una espiral que me absorbía, que no me dejaba paz. Pero pensé en esa creencia de que las cosas se compensan por las leyes propias del universo, que sostiene que en todo lo bueno hay algo malo y en todo lo malo también hay algo bueno. Tal vez hoy sucediera. Miré el teléfono, no sonaba. Ese concepto de la filosofía oriental seguramente era una fantasía para crear esperanzas en los infelices.

Sabía que debía entrar, allí donde alguna vez había ido con él. Tenía que dar ese paso. La vida me rodeaba, me escapaba. Si tan solo pudiera atravesar esa puerta… Para animarme imaginaba que me daba la mano, no podía hacerlo sola, pero se me escurría en silencio. El miedo a alejarlo más me paralizaba. Era necesario que me despidiera de lo que pensaba sobre el amor. Aún no estaba lista.

El cielo permanecía gris, no se habían transformado en verdes las hojas amarillas, ya llevaba más tristeza de la cuenta. Por la tarde, las actividades planificadas me engañaban, conversaba con otros, hasta, a veces, reía. Ese espeso talento de vivir me auxiliaba sin comprenderlo.

Otra vez la noche empezaba antes. Toda yo me oscurecía. Y, por un momento apenas, pude congelar la idea de aquel pequeño jardín con flores.

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